Lydia, madre de Kai: «Estuve dos meses despidiéndome de mi hijo a diario, y en agosto empezó a mejorar»
Kai, el muñequito de la foto, nació hace poco más de un año dispuesto a romper el guion que la vida le tenía preparado. No han sido 12 meses fáciles, más bien todo lo contrario, pero este pequeño está demostrando que no quiere rendirse, y ante esta actitud solo queda luchar. Y de esa lucha están siendo testigo las redes, a través del perfil @mylittlebigheroes.
Kai llegó de sorpresa. Sus padres Lydia y Juanma buscaban ampliar la familia —ya tenían dos hijos mayores Álex, de 18 y Luka, de 12— pero después de intentarlo durante algún tiempo sin éxito, y tras dos abortos espontáneos, desistieron. Y cuando menos se lo esperaban, llegó el positivo. «Fue un embarazo normal, yo me encontraba bastante mal, pero como en los otros dos. Yo sufro mucho del estómago, y tenía bastante dolor, pero nada fuera de lo normal, iba a trabajar perfectamente», señala esta catalana, que recientemente ha sido reconocida en #Ellascuentan, una inicitativa llevada a cabo por el Club Malasmadres y Cinfa para dar voz a mujeres que se enfrentan a diferentes situaciones vitales, como la enfermedad de un hijo.
Durante el primer trimestre, la ginecóloga le advirtió que seguramente el triple screening (la prueba que calcula el riesgo de padecer alteraciones cromosómicas) le saldría alto «por la edad», pero que no se preocupara ya que, posteriormente, el test de ADN prenatal reduciría esas probabilidades. Sin embargo, contra todo pronóstico, dio riesgo bajo, y en vista de que las ecografías estaban perfectas, le recomendaron no gastar el dinero en más pruebas. Y todo siguió su curso con normalidad.
El 1 de septiembre del 2021 nació Kai, y aunque su madre lo sospechó desde el momento en que lo vio en la sala de partos, donde incluso buscó en el móvil «niños con síndrome de Down recién nacidos», las malas noticias no llegaron hasta que estaban a punto de darles el alta. «Yo lo sospeché, pero no dije nada a nadie, ni a mi pareja. Tampoco veía mucha relación mirando a Kai, y pensaba: ‘Si ellos no han visto nada, es que me estoy volviendo loca’. Al día siguiente, pasó la doctora, no vio nada, y empecé a relajarme. Si no ha visto nada, no hay nada. Yo seguía callada porque si lo verbalizaba, de algún modo, era como que se podía hacer realidad. Pero en la última exploración antes de irnos a casa le notaron un poco de hipotonía, y decidieron mirarlo más a fondo», señala Lydia, que enseguida vio cómo los médicos asentían cuando le miraban la nuca a su bebé. «Vinieron a la habitación, y nos dijeron: ‘¿No habéis visto nada raro?’. Yo ahí me derrumbé. Mi marido flipaba. ‘¿En qué momento has visto algo y no me has dicho nada?’, me dijo.
DOS FORMAS DE AFRONTARLO
En un chequeo más intensivo le miraron el corazón porque el Down suele llevar cardiopatías congénitas asociadas, y efectivamente la tenía, lo que confirmó el diagnóstico a falta del análisis del genotipo. Kai tiene Síndrome de Down mosaico, lo que quiere decir que tiene algunas células «normales», y otras, con trisomía 21, de ahí que no se pueda saber el grado de afectación, sino que es «como un melón abierto, que hay que ir viendo con el tiempo». «Hay niños que pueden aprenderse un guion o sacar una carrera», apunta Lydia. Con el diagnóstico en la maleta, se fueron a casa después de un mes de ingreso. «Juanma lo afrontó de una manera más positiva. Decía que era como un reto, que era maravilloso, que lo íbamos a querer igual… Yo no. Le dije que no tenía ni idea de lo que estaba diciendo. Estuve dos semanas ida, perdida, no hablaba, no comía, solo lloraba». Pero fue pasando el tiempo, y Lydia «se fue enamorando de Kai». Todavía no sabían que ese diagnóstico iba a ser lo de menos.
El permiso de maternidad estaba a punto de concluir y la primera semana de febrero tuvo que incorporarse un día al trabajo (es profesora de Primaria) para poder coger la baja y cuidar de Kai hasta que estuviera mejor, o se pudiera acoger a la Cume, un permiso para padres con hijos con enfermedades graves. Pero ese día, ese único día que dejó a Kai en casa para poder seguir cuidándolo, Lydia se contagió de covid. Tras consultar con los médicos qué hacer, si separarse de él, si dejar de darle el pecho… le dijeron que no pasaba nada. «Yo no digo que haya sido por eso, porque ni los médicos lo saben, simplemente pasó así. Ahí empezó todo».
Se contagiaron todos, incluido Kai, que después de dos días con fiebre, a la siguiente semana empezó a empeorar. Lo llevaron al hospital. «Siempre nos pasamos la tarde entera, porque nunca lo quieren dejar salir hasta estar seguros de que está bien, y ese día nos mandaron enseguida para casa». Entre Dalsy y Apiretal, los médicos le «fueron dando largas», hasta que una madrugada Lydia salió pitando para urgencias. A las pocas horas lo ingresaron en la uci, lo intubaron, e incluso lo sedaron. Cuando lo intentaron despertar, empezó a convulsionar, así que lo durmieron de nuevo y le hicieron un TAC. Inicialmente pensaron que se trataba de un ictus, aunque más tarde los médicos les informaron de que se trataba de una pequeña lesión cerebral por falta de oxígeno. «Nos dijeron que era una parte muy pequeña, que no nos preocupáramos, que los niños tienen el poder de que cuando hay una parte dañada, la otra la suple», señala.
Lo extubaron y le pusieron un respirador porque vieron que no soportaba estar sin él. Los siguientes pasos estaban claros: había que operarlo del corazón, al menos realizar una intervención paliativa para poder desconectarlo, y una vez que se recuperara y estuviera fuerte, proceder de forma más definitiva. Pero antes de intervenir, en marzo de este año, le realizan otra resonancia, y se dan cuenta de que aquella mínima lesión se había extendido por todo el cerebro. No sabían por qué. Incluso a día de hoy no lo saben.
En cuanto empezó a recuperarse de la operación, vieron que el niño lloraba intensamente y no se calmaba con nada. Lo achacaron al tema neurológico y lo trataron para eso. La situación no mejoró mucho, así que Juanma y Lydia, que llevaban dos meses y medio en el hospital, acordaron con los médicos el alta para ver si en casa conseguían que se relajara. Así fue. Se fueron a casa. 16 horas después empezó con fiebre y regresaron al hospital. Lo ingresaron de nuevo en la uci, y tras realizarle nuevas pruebas les comunicaron que «a la velocidad a la que su cerebro se atrofiaba, le quedaba un mes de vida, a lo sumo dos, porque llegaría un momento en que su cuerpo dejaría de enviar la señal para respirar».
Si las cosas iban a ser así, ellos tenían claro que querían vivir los últimos momentos en casa junto al resto de la familia. A partir de junio, el equipo de Paliativos del hospital de Sabadell, donde viven, se hizo cargo de Kai, y dos veces a la semana lo visitaban en casa. «Junio y julio fueron meses horribles. Yo me despedía de él cada día. Me tumbaba a su lado, lo acariciaba y le decía: ‘No te vayas, por favor’. Lo veía tan mal, sufrir tanto… que llegué a llamar a su médico de Paliativos, y le dije: ‘Vicente, por favor, te lo llevo y me lo sedas. No puedo más. No puedo seguir viéndolo así. Y gracias a que él me dijo: ‘No estamos en ese momento, vamos a encontrar la solución…’». De alguna manera, parece que este fue un punto de inflexión en el historial de Kai. De tocar fondo pasó a luchar y a dar pequeños pasos, que saben a esperanza. Porque si algo les ha demostrado Kai en sus apenas 14 meses de vida es que no hay que perderla. Nunca.
«Hasta ese momento no movía los brazos ni las piernas, no te miraba a la cara, era un bebé reborn, era muy real, pero no hacía nada». Pero le ajustaron la medicación, y empezó a mejorar, a sentirse bien. Y al encontrarse bien, «empezó a estar más conectado, a moverse. «No sabemos de dónde le venía, pero tomaba hasta morfina. No lloraba, que era lo que se evitaba, pero estaba en otro mundo. Y digamos que ya en casa, yo empecé a retirarle alguna medicación que veía que no necesitaba, le quite la morfina o el diazepam, y empezó a mejorar. Un brazo, luego el otro… No vamos a decir que está perfecto, porque la hipotonía que tiene es brutal, y no sabemos hasta qué punto mejorará en eso, pero está en ello. Levanta la cabeza, hace una fuerza que antes no hacía, quiere levantarse, mirar… Ves cosas que te hacen pensar que la cosa no está tan mal. Y estamos en proceso de retirar otras medicaciones».
PENDIENTES DE LA OPERACIÓN
No saber lo que realmente tiene es algo que les come por dentro. «Cuando tienes un diagnóstico, aunque sea duro —señala Lydia— los médicos te dicen ‘Esto es lo que va a pasar, y lo que tenemos que afrontar.’ La incertidumbre es muy dolorosa, porque aunque no quieras precipitarte al futuro, necesitas saber». En ese futuro más próximo está pendiente una operación definitiva del corazón, sin embargo, los neurólogos ya no son tan partidarios «porque la calidad de vida no va a ser buena, y sería alargar el sufrimiento». ¿Y vosotros? «Ahora estamos en otro punto. Cuando Kai sufría tanto pensábamos así, que cómo íbamos a alargar esto, pero ahora lo vemos bien. ¿Quién soy yo para decidir si mi hijo tiene que vivir o morir? La frase que tenemos preparada para cuando sea la reunión, que todavía no tiene fecha, es: «Vosotros habéis dicho que su cerebro se está atrofiando, y que acabará muriendo, pues vamos a dejar que muera de eso. Si no se le hace esa operación, morirá, pero del corazón, y yo no quiero que muera de eso, porque se puede arreglar. El cerebro se va a seguir atrofiando, y no lo podemos controlar, pero el corazón sí. Me parece muy cruel dejar morir a un niño del corazón cuando tú no sabes qué es lo que va a pasar», reflexiona Lydia, que por otra parte es consciente de lo que implicaría esta decisión. «Ves a Kai cómo está, y hay que pensar en que va a ser así siempre. No sabes con qué decisión te vas a equivocar, porque la vida de un niño que no se pueda mover, que no pueda comer por sí mismo, no es vida. Yo no la quiero para mí, ¿cómo la voy a querer para mi hijo?». Es muy complicado
Mientras, la vida de esta familia va por picos, cuando uno cae, el otro lo levanta, y viceversa, aunque ella tiene muy claro que su estado de ánimo marca el rumbo. Estos días no son buenos. Kai acaba de empezar en una escuela infantil especial dos días a la semana, y dejar a su bebé con otros niños mayores le hace pensar en cómo será su futuro. «¿Es esto lo que me espera? Y se me viene el mundo abajo». Pero es mejor no hacer planes, porque Kai les está demostrando que hay que ir día a día. Solo hay que echar la vista atrás.
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